El Juego de las Cicatrices


Ocho, nueve, ¡diez!… listos o no, allá voy.

Durante años pensé que solo era un juego. Solo una tarde más en la calle, una risa más, una caída más. Hoy entiendo que, detrás de esas voces de niños escondidos, ya se estaba dibujando algo mucho más profundo: el miedo a no pertenecer.

¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas la última vez que jugaste a las escondidas? ¿La última vez que el tiempo se te fue en una calle polvorienta, sin mirar el reloj, sin pensar en nada más que en no ser descubierto? Quizá han pasado años. Quizá, incluso, has olvidado que alguna vez fuiste ese niño.

Yo no lo he olvidado.

Fue en la calle Cayetano Valdez (así la recuerdo). Una calle cualquiera para el mundo, pero para mí, el corazón de mi infancia. Años enteros vividos entre amigos y accidentes, entre risas y cicatrices.

Vivíamos en una casa con un patio y unas escaleras que subían al techo, como muchas casas de la colonia. Había un porche que, para un niño tan pequeño como yo, era casi un estadio, y un árbol inmenso en la banqueta, un gigante silencioso que nos miraba crecer. Cualquiera de esos lugares podía convertirse en escenario de juego. Pero mi lugar favorito siempre fue la calle. La calle no preguntaba la edad. La calle, simplemente, nos aceptaba.

Yo siempre quería encajar. Quería ser parte del grupo, buscar mi lugar entre los demás, como una ficha que insiste en entrar en un rompecabezas que parece no haber sido hecho para ella.

Los amigos que yo creí tener en realidad no eran “mis” amigos. Eran amigos de mi hermano. Daniel, el de enseguida, porque vivía en la casa de al lado. Juanito. Y otros más cuyos nombres quizá ya olvidé. Pero recuerdo bien que todos giraban alrededor de él, no de mí. Eran su pandilla, su risa, su edad. Yo era el menor que se asomaba desde la orilla, esperando una señal para entrar.

No recuerdo a ningún niño de mi edad.

Esa es una de las verdades que descubro ahora, mirando hacia atrás: crecí jugando con amigos prestados. Personas que me aceptaban a ratos, que me hacían un lugar cuando sobraba espacio, pero que no despertaban pensando en mí, sino en él.

Mi hermano mayor prefería jugar con niños de su edad (y quién podría culparlo). Yo era “el chico más pequeño”, el que llegaba tarde a todo: a los chistes, a los juegos, a las conversaciones. Así que mi forma de participar era sencilla y peligrosa a la vez: exponerme a los accidentes.

Sufrí tantos que podría contarlos como otros cuentan sus historias de amor. Cada uno quedó grabado con la precisión de una fotografía, como si el cuerpo hubiera decidido guardar en la piel lo que el corazón aún no sabía nombrar.

Recuerdo, por ejemplo, la vez que me caí del árbol de mi casa. Ese árbol era un mundo entero: la dificultad de escalarlo, la vista desde arriba, la sensación de saltar desde lo más alto, el refugio de sus ramas. Cada aspecto de ese árbol era una promesa de libertad. Pero donde hay libertad, también hay riesgo. Un árbol no está diseñado para ser un juguete, y sin embargo, lo convertimos en eso. Mis padres no siempre nos estaban supervisando y, cuando los niños juegan sin ojos que los cuiden, el destino se permite ciertas travesuras.

También tuve varios accidentes en bicicleta. En una ocasión iba a alta velocidad y me estampé contra un amigo de mi hermano mayor; salí volando de frente y el suelo me recibió sin ceremonias. En otra, iba manejando en chanclas y mi dedo gordo se atoró en la cadena de la bicicleta. El dolor fue inmediato, pero el llanto se quedó atorado en la garganta. Un adulto desconocido me cargó hasta la casa. Yo aguanté, como si contener las lágrimas fuera una prueba que debía superar. No lloré… hasta que vi a mi madre. En el momento en que sus ojos encontraron los míos, el muro se cayó y el llanto salió como un río que había estado esperando demasiado tiempo.

Y hubo una vez más: la calle más inclinada de todas, la tentación más grande. Bajamos a toda velocidad. Sabíamos que los frenos no serían suficientes. Lo sabíamos y aun así lo hicimos. Ese día el suelo volvió a escribirse sobre mi cuerpo: raspaduras, golpes, lágrimas. Otra lección impresa en la piel.

Durante mucho tiempo pensé que seguía jugando porque no le tenía miedo al dolor. Me gustaba repetir esa historia: la del niño valiente que no se detenía ante las caídas. Hoy, desde la distancia, entiendo otra cosa: no era que no tuviera miedo al dolor, era que me aterraba otra cosa mucho más profunda.

Tenía miedo a no tener con quién jugar.

El dolor de un raspón se cura con agua, un poco de alcohol y una caricia. El dolor de ser apartado es distinto: no sangra, pero se queda. Así que, sin saberlo, preferí enfrentarme a la posibilidad de salir gravemente lastimado con tal de no enfrentar la soledad. Era un intercambio silencioso: mi cuerpo a cambio de pertenecer.

Y, sin embargo, en medio de todo eso, hubo un gesto que brilló como una pequeña luz.

Hubo tardes en las que mi hermano mayor me dejaba jugar con él y con sus amigos. No sé si lo hacía por decisión propia o porque mis padres se lo pedían. Tal vez era una mezcla de ambas cosas. Pero, para el niño que yo era, esa duda no existía: para mí, cada vez que mi hermano decía “vente” o “tú también juegas”, el mundo se abría un poco.

Puede que para Daniel, para Juanito y para los demás yo solo fuera “el hermanito”. Para mí, ellos eran todo mi universo social. A veces no me incluían en todo, a veces me tocaba el papel menos importante. Pero incluso así, la presencia de mi hermano fue una cuerda tendida sobre el abismo. Yo lo miraba como se mira a un héroe cotidiano: sin capa, sin discursos, solo con la simple decisión de hacer un espacio para mí. Quizá él no recuerde esos momentos, quizá para él fueron solo un juego más. Para mí, fueron pruebas silenciosas de que no estaba completamente solo.

Cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que aquellas caídas también hablaban de los adultos. De la falta de supervisión, del cansancio, de los horarios imposibles. Pienso que, si mis padres hubieran tenido más tiempo para jugar con nosotros, quizá muchos de esos accidentes no habrían ocurrido. Pero no se trata de culpar. Ellos hacían lo que sabían hacer: sobrevivir.

Como tantos padres y madres de escasos recursos, aprendieron que el tiempo era un lujo. Y cuando la vida te obliga a elegir entre jugar con tus hijos o poner comida en la mesa, la elección no es realmente una elección.

Hoy, cada vez que veo a un niño, no solo lo miro: lo recuerdo. Veo en él al niño que fui, trepando árboles que no estaban hechos para ser juguetes y bajando por calles que no estaban hechas para frenos tan pequeños. Me pregunto si algún día tendré hijos. Si algún día podré ser padre de un niño que juegue en la calle bajo mi mirada atenta. De un niño que conozca la aventura, pero no tenga que pagarla con tantas cicatrices.

Y entonces llega la pregunta que ya no puedo evitar: ¿Qué puedo hacer hoy? ¿Cómo puedo ayudar, desde este lugar, a que otros niños no tengan que elegir entre pertenecer y salir intactos?

Tal vez nunca sea padre. O tal vez sí. No lo sé. Pero sé que, incluso si no tengo hijos, ya soy algo importante: soy un adulto.

Y un adulto siempre tiene un poder: puede dañar o puede cuidar.

Puedo ser un adulto responsable. Un adulto que respeta y protege al indefenso. Un adulto que, al ver a un niño en la calle, no voltea la mirada, sino que se convierte, aunque sea por un instante, en un guardián silencioso. Puedo ser un adulto que promueva espacios seguros para jugar, que hable de inclusión, que invite a los niños que están “fuera del juego” a entrar en él.

Tú también puedes ser ese adulto.

Quizá a nosotros nos tocó jugar sin supervisión alguna. Quizá nadie contaba cuántas veces nos caíamos. Pero ahora, los más pequeños pueden tener algo que nosotros no tuvimos: nuestra atención. Nuestra presencia. Nuestra decisión de no mirar hacia otro lado.

Los niños, aunque tengan padres, son responsabilidad de todos. Porque cada niño que hoy corre por la calle será, algún día, el adulto que se detendrá —o no— a cuidar de otro niño.

Si tienes la oportunidad de ser ese adulto responsable, no la desaproveches. Ejercela en cosas pequeñas: una mirada que cuida, una palabra que protege, un límite que previene, una invitación a incluir al que está solo.

Los niños quizá no te lo agradezcan ahora. Tal vez ni siquiera sepan tu nombre. Pero algún día, cuando crezcan y miren sus propias cicatrices —o la ausencia de ellas—, llevarán en el cuerpo y en el corazón la huella de lo que hiciste por ellos, aunque nunca se enteren.

Y quizá, en ese futuro que no veremos, mientras uno de ellos cuente: “Ocho, nueve, ¡diez!… listos o no, allá voy”, sepa, sin saber por qué, que hay alguien cuidándolo, aunque esté escondido.

Que estas páginas sean un puente para cuidar mejor lo cercano

Para que en círculos pequeños encontremos la fuerza para enfrentar el mundo.

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